Los textos de Virginia Woolf pasan a la esfera del dominio público, transcurridos los setenta años de su muerte.
Las voces que oía no le daban respiro. Esos huéspedes parlantes, viejos conocidos, la hundían en un pozo de tristeza. Las sombras se agitaban. Ya no podía leer ni escribir. Una vez más sentía que enloquecía. El presente se hilvanaba como un vademécum de desgracias venideras. Un frío y luminoso día de primavera –el 28 de marzo de 1941–, envuelta en su abrigo y ayudada por su bastón, la mejor escritora del siglo XX salió de su casa. Caminó hasta la orilla del río Ouse. No había forma de errar el camino; lo conocía como la palma de su mano. Llenó de piedras sus bolsillos y se arrojó al cauce del agua. Su cuerpo fue encontrado casi un mes después, a mediados de abril. “Si alguien podía haberme salvado habrías sido tú –escribió en una carta dirigida a su esposo–. Todo lo he perdido excepto la certeza de tu bondad. No puedo seguir arruinando tu vida durante más tiempo. No creo que dos personas pudieran ser más felices que lo que hemos sido tú y yo.”
No hay comentarios:
Publicar un comentario